Realismo Mutante, por Javier Calvo

La primera novela de Antonio Jiménez Morato ilustra lo fácil que es cuestionar ese cisma que supuestamente impera en la narrativa española de la última década entre realistas y posmodernos fragmentarios. No hay duda de que Lima y limón es una obra realista. El Madrid céntrico del Siglo XXI es representado con nitidez, y el narrador deja caer los bastantes indicios como para que el libro se pueda leer en clave parcialmente autoficticia. La narración es prístina y el argumento no puede ser más clásico: el relato del primer amor desde la distancia del tiempo. Las citas de Fabián Casas y Roberto Bolaño delimitan ya el asunto y la tesis del texto: la intensidad del romance es el reverso de su brevedad. Reveladas sus cartas, Jiménez Morato emprende un minucioso estudio de la memoria. La narración de los preliminares de la relación –las jornadas de tanteo que preceden al primer beso– se alterna con una serie de episodios menores, a menudo fragmentos inconexos, periféricos al meollo de la relación de pareja. Filtrada por la memoria, la narración pierde su centro. Lo que queda es una colección de prolegómenos y detalles cotidianos, a menudo banales: la temperatura de la ducha, los ronquidos, el mal humor matinal y, en especial, los paseos del perro, convertidos en representación alegórica de lo que la pareja no tiene (un espacio sentimental compartido).
Es más sintomático todavía el hecho de que el narrador continuamente superponga recuerdos “reales” con otros secundarios. Tal como dice, “a medida que he ido escribiendo esto me he dado cuenta de todas las cosas que no fijé en mi memoria mientras sucedían y que sólo puedo contar hoy porque me las han ido contando otros, sobre todo ella. No sé en qué medida reconstruyo los hechos tal como fueron o lo que la memoria de los que me han contado cosas ha seleccionado de todo aquello”. En la construcción de la historia personal, el olvido a menudo ocupa el lugar del recuerdo, y cuando éste emerge, se ha vuelto ajeno: “a veces aparecen recuerdos con los que uno no contaba”, dice el narrador, “como esos primeros borradores de narraciones que uno lee perplejo y cree totalmente ajenos pero que, al estar en el disco duro de nuestro ordenador, tenemos que asumir como propios”. De esta manera el relato va infundiendo sutilmente la noción de la secundariedad inevitable del recuerdo, deconstruyendo en gran medida la idea de recuerdo “puro”.
La novela repudia el lenguaje del sentimiento para recrear las minucias del día a día en tono casi científico. También la tecnología ocupa el primer plano. (Jiménez Morato, recordemos, editó el año pasado Poesía en mutación.) No solamente el romance se fragua en gran medida en los teléfonos móviles, sino que la tecnología genera algunas de las mejores metáforas del libro: en la memoria de un teléfono móvil antiguo del narrador, prestado a otra persona, perduran las únicas pruebas que sobreviven en el mundo de la intensidad de su amor. Y hacia el final del texto, la ruptura es representada magníficamente por la abolición del antiguo salvapantallas. La mejor metáfora del libro, sin embargo, me parece la tirada de cartas del tarot que ocupa el pasaje central y que emerge como génesis del romance. En ella se invierte la relación de causa y efecto (“Un buen lector del tarot no necesita saber sobre qué se ha preguntado, la tirada lo revela por sí sola”) y del azar puro de la respuesta nace la pregunta. La aparición de la carta de la Sacerdotisa “escribe” la relación que el narrador y su amante tendrán, creando una metáfora hermosa de la reescritura del pasado desde el presente. Engañosamente sencilla y sofisticada como pocos debuts literarios, Lima y limón reivindica con valentía la realidad, explora con lucidez la intimidad y despliega con claridad loable su complejo collage de microrrelatos. Si bien nunca llega a ser satírica, sí que hay algo en ella de celebración escéptica, a ratos estoica y a ratos casi cínica, de lo efímero del amor. Y esa faceta “oscura” la hace todavía más atractiva.
Reseña aparecida en la revista Quimera, número 324, noviembre de 2010